martes, 17 de noviembre de 2015

20 microcuentos imprescindibles

Diplodocus
Fuente: wildrepublic.com
El microcuento es un género caracterizado por su brevedad, aunque es cierto que en ocasiones la extensión de la narración es más o menos amplia (puede llegar a alcanzar varias páginas). Apenas hay descripciones; la información que se ofrece es la precisa para que, a partir de algunas pinceladas, el lector termine de construir el universo literario que rodea al texto. También escasean los personajes, incluso podemos encontrar microcuentos que carecen de los mismos, aunque lo habitual es que aparezca uno, sobre el cual gira la narración.

A continuación, compartimos con vosotros veinte fabulosos microcuentos que consideramos imprescindibles dentro de la historia de la literatura, aunque, por supuesto, hemos deshechado muchos otros dignos de encabezar listas como esta. ¡Que los disfrutéis!


1. El dinosaurio, de Augusto Monterroso.

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

2. El pozo, de Luis Mateo Díez.

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior. "Este es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.

3. Molestia, de Enrique Vila-Matas.

Sentí una molestia muscular, era la quinta vez que yo nacía.

4. Hablaba y hablaba, de Max Aub.

Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.

5. La bella durmiente del bosque y el príncipe, de Marco Denevi.

La Bella Durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al príncipe. Y cuando lo oye acercarse, simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho, pero ella lo sabe. Sabe que ningún príncipe pasa junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos.

6. La mano, de Ramón Gómez de la Serna.

El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado. Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía con el balcón abierto, por higiene, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino. La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto.

Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano, pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa como si en ella radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte. ¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano? Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia».

7. El emigrante, de Luis Felipe Lomelí.

- ¿Olvida usted algo? - ¡Ojalá!

8. La muerte en Samarra, de Gabriel García Márquez. (Adaptación)

El criado llega aterrorizado a casa de su amo.

- Señor -dice- he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.

El amo le da un caballo y dinero, y le dice:

- Huye a Samarra.

El criado huye. Esa tarde, temprano, el señor se encuentra a la Muerte en el mercado.

- Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza -dice.

- No era de amenaza -responde la Muerte- sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá.

9. (Sin título), de Gabriel Jiménez Emán.

Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello.

10. Calidad y cantidad, de Alejandro Jodorowsky.

No se enamoró de ella, sino de su sombra. La iba a visitar al alba, cuando su amada era más larga.

11. Tragedia, de Vicente Huidobro.

María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga.
Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas, reglamentadas como árboles de paseo.
Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera y tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos.
Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. María era fiel. ¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendiera. María cumplía con su deber, la parte Olga adoraba a su amante.
¿Era ella culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo?
Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados, sino llenos de asombro, por no poder comprender un gesto tan absurdo.
Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy feliz, sintiendo sólo que es un poco zurda.

12. (Sin título), de Ernest Hemingway.

Se vende: zapatos de bebé, sin estrenar.

13. Amor 77, de Julio Cortázar.

Y después de hacer todo lo que hacen se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.

14. Padre Nuestro que estás en el cielo, de José Leandro Urbina.

Mientras el sargento interrogaba a su madre y su hermana, el capitán se llevó al niño, de una mano, a la otra pieza...

- ¿Dónde está tu padre? - preguntó

- Está en el cielo - susurró él.

- ¿Cómo? ¿Ha muerto? - preguntó asombrado el capitán.

No - dijo el niño -. Todas las noches baja del cielo a comer con nosotros. El capitán alzó la vista y descubrió la puertecilla que daba al entretecho.

15. 69, de Ana María Shua.

Despiértese, que es tarde, me grita desde la puerta un hombre extraño. Despiértese usted, que buena falta le hace, le contesto yo. Pero el muy obstinado me sigue soñando.

16. La verdad sobre Sancho Panza, de Franz Kafka.

Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su demonio, al que luego dio el nombre de Don Quijote, que éste se lanzó irrefrenablemente a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a nadie.

Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón de un cierto sentido de la responsabilidad, a Don Quijote en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin.

17. Música, de Ana María Matute.

Las dos hijas del Gran Compositor -seis y siete años- estaban acostumbradas al silencio. En la casa no debía oírse ni un ruido, porque papá trabajaba. Andaban de puntillas, en zapatillas, y sólo a ráfagas, el silencio se rompía con las notas del piano de papá.

Y otra vez silencio.

Un día, la puerta del estudio quedó mal cerrada, y la más pequeña de las niñas se acercó sigilosamente a la rendija; pudo ver cómo papá, a ratos, se inclinaba sobre un papel, y anotaba algo.

La niña más pequeña corrió entonces en busca de su hermana mayor. Y gritó, gritó por primera vez en tanto silencio:

-¡La música de papá, no te la creas...! ¡Se la inventa!

18. El drama del desencantado, de Gabriel García Márquez.

... el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

19. Cuento de horror, de Juan José Arreola.

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.

20. La última cena, de Ángel García Galiano.

El conde me ha invitado a su castillo. Naturalmente yo llevaré la bebida.

2 comentarios:

  1. Gran selección. Me han gustado en especial los de Vicente Huidobro y Julio Cortázar. El de García Márquez recuerdo haberlo leído antes y juraría que no es de él, sino que lo adaptó de un cuento popular.

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    1. Hola Miguel. Tienes razón en cuanto a la adaptación de García Márquez, así que ya lo hemos corregido. ¡Gracias! Si te ha gustado el microcuento de Huidobro, te invito a que busques otros del autor. Aunque su faceta más conocida es la de poeta, sus cuentos tienen una gran calidad. Ya nos contarás qué te parecen si te animas a leerlos. ¡Un saludo!

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